loading . . . En llamas Santa Cruz está en llamas.
El humo de los bombardeos se deja ver en todo lo que alcanza a la vista. No es que pueda mirarlo desde la terraza: si saliera a ella en pleno día, cualquiera de los tiradores apostados en El Planto acabaría conmigo. En los primeros días vi caer de un tiro a varias personas sólo por asomarse. Por donde bajó la Virgen hace poco (¿poco? ¿o una eternidad?) ahora no circulan más que blindados y granaderos, y nos apuntan.
Han tomado las ruinas del convento de La Encarnación. Realmente ya quedaba muy poco de él, después de que las bombas arrasaran con todo, mientras un grupo de mujeres estaba repartiendo comida a varios cientos de familias famélicas. Tiraron los cadáveres al barranco de Las Nieves, que se ha convertido en una fosa común. Echaron cal por encima.
Y esto es lo que puedo ver. Hace pocas noches me despertaron dos estruendos inimaginables: la Escuela de Idiomas y el pabellón de deportes ya no existen. No quiero pensar en los que estaban refugiados allí.
Milagrosamente, parece que el Hospital de los Dolores sigue en pie, con colas inmensas de palmeros heridos, muchos mutilados, por las bombas que nos azotan día tras día, y no piensan parar. Pero sólo queda un cascarón: no tienen electricidad, y hace tiempo que se acabaron los suministros. Prácticamente sólo pueden acompañar a los yacientes en sus últimas horas.
Sólo salgo de casa por las noches, e intento conseguir algo de comida en el Spar de las Cuatro Esquinas. De por sí ya es un riesgo: sabemos que otros supermercados han sido objeto de bombardeos en las horas en las que más gente estaba intentando abastecerse. Ir a por algo de gofio es una ruleta rusa: sabes que cualquier noche que salgas puede ser la última.
Pero es necesario, porque el hambre nos atenaza. Pocos teníamos comida almacenada, y en cualquier caso, son ya tantos los meses de asedios y ataques que cualquier reserva se ha acabado hace tiempo. Solo el ruido de las bombas, cerca o lejos, nos hace por unos instantes dejar de pensar en el hambre. Es una muerte en vida. Pero hay que seguir.
Aunque quizás pronto no haya a dónde. El ejército está apostado en el puerto, barcos tras barcos descargando agentes de muerte, y varios días han llovido panfletos en los que se nos dice que Santa Cruz será totalmente invadida, que cualquiera que quede en ella será considerado un combatiente, y que nos retiremos al norte, a Puntallana, donde han habilitado un campo de refugiados. Campo que ha sufrido también tiroteos y ataques desde el aire. ¿Nos quieren tener juntos para poder acabar con nosotros más rápido?
Pero en todo caso, ¿quién puede ir andando hasta Puntallana? ¿Mis vecinas de más de ochenta años, que ya les costaba en los buenos tiempos subir al Velachero? ¿La mujer enferma de un piso cercano a la que oigo gemir un día tras otro, sin poder hacer nada para aliviarla? ¿Los niños que sobreviven famélicos entre los cascotes que antes eran el colegio, y que no tienen fuerzas ni para levantarse? No: si van a matarnos, que lo hagan en nuestras casas. Mientras tengamos casas.
Y es curioso. Porque nos dicen que, más allá del humo y el fuego, todavía hay un mundo. Ese mundo que nos descubrió cuando rugió un volcán, y nos prestó ayuda. Y ahora, sin embargo, cuando la muerte y la destrucción creada por algunos seres humanos se demuestra mil veces más letal que la de cualquier volcán, no hacen nada.
Pero aquí seguimos.
¿Y ustedes?
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