loading . . . 20.000 personas bajo tierra Ciudad subterránea de Derinkuyu
En 1963, en el corazón seco de la Anatolia central, un hombre tomó una decisión mínima, casi insignificante, una de esas decisiones que no pretenden cambiar nada y acaban desplazándolo todo: una pared estorbaba, robaba luz, espacio o simplemente paciencia, y había que tirarla. El golpe fue doméstico, sin solemnidad, sin conciencia de estar inaugurando nada, y sin embargo el tabique cedió como si llevara siglos aguardando ese gesto torpe y funcional. Detrás no apareció el vacío habitual de una reforma, sino una habitación intacta, ajena, un espacio que no figuraba en ningún plano ni en la memoria del lugar, y tras ella un corredor angosto que descendía con determinación hacia una oscuridad espesa, no improvisada, una oscuridad trabajada. Aquel vecino de Derinkuyu, un pueblo discreto de la Capadocia meridional, destino inusual en los viajes a Turquía, acababa de abrir sin saberlo una grieta en el tiempo y de franquear una de las entradas más desconcertantes de la arqueología del siglo XX, una ciudad entera concebida para ocultarse, para albergar multitudes bajo tierra durante lapsos prolongados, como si la superficie fuera siempre provisional.
La escena, por su carácter fortuito, parece escrita con la lógica caprichosa de una fábula moderna, pero ocurrió exactamente así, sin adornos. Avisadas las autoridades, pronto quedó claro que no se trataba de una cueva aislada ni de una bodega excavada con exceso de entusiasmo, algo relativamente habitual en una región modelada por la roca volcánica. Lo que empezó a emerger, capa a capa, era una estructura vasta y coherente, una red de túneles, escaleras, estancias y pozos que se desplegaba en profundidad y en extensión con una lógica urbana tan precisa como inquietante, como si alguien hubiera decidido invertir la ciudad y esconderla bajo el suelo. Derinkuyu descendía más de sesenta metros bajo la superficie, organizándose en al menos dieciocho niveles excavados en la toba, una piedra dócil al cincel y resistente al aire, una materia prima perfecta para una arquitectura pensada para durar sin ser vista.
A medida que avanzaban las exploraciones, lo que desconcertó a los arqueólogos no fue solo la magnitud, sino la sofisticación funcional del conjunto, la evidencia de que aquello no era un refugio improvisado ni una acumulación azarosa de cavidades, sino un organismo complejo, articulado y autosuficiente. En los niveles superiores aparecían establos, pensados para mantener el ganado cerca del aire y de las salidas, más abajo cocinas con chimeneas de ventilación, bodegas profundas, prensas de vino y de aceite, almacenes de grano, salas comunes donde la vida debía concentrarse en la espera, iglesias excavadas con ábsides reconocibles y, en un nivel aún más introspectivo, una escuela teológica, identificable por su sala alargada y abovedada, con bancos tallados en la roca como si el pensamiento también necesitara asentarse bajo tierra. Todo estaba unido por corredores estrechos, deliberadamente incómodos, concebidos para obligar a avanzar en fila y convertir cada desplazamiento en un ejercicio de control.
La lógica defensiva atravesaba toda la ciudad como un nervio central. En los puntos estratégicos surgían enormes puertas circulares de piedra, discos ciclópeos capaces de rodar y sellar los pasillos desde dentro, dejando apenas un orificio central por el que lanzar proyectiles o clavar lanzas. No eran puertas domésticas ni simbólicas, sino dispositivos de guerra pensados para detener cuerpos, para frenar invasiones. A ello se sumaba un sistema de ventilación tan eficaz que hoy sigue funcionando: más de cincuenta pozos verticales que aseguraban aire limpio incluso en los niveles más profundos, algunos conectados con pozos de agua cuidadosamente separados para impedir la contaminación del suministro. Todo estaba calculado para resistir, para soportar el asedio, para hacer del encierro una forma de supervivencia organizada.
La pregunta se imponía con una mezcla de fascinación y desconcierto: quién había construido aquello y con qué propósito inicial. Las primeras hipótesis miraron hacia los hititas, dueños de Anatolia durante la Edad del Bronce y conocedores del uso defensivo del subsuelo, pero las pruebas directas eran frágiles. Pronto se impuso una idea más incómoda y más verosímil: Derinkuyu no era obra de una sola cultura ni de un solo momento, sino el resultado de una acumulación paciente, de ampliaciones, reutilizaciones y adaptaciones sucesivas a lo largo de siglos, como si cada generación hubiera profundizado un poco más en la tierra para responder a amenazas siempre renovadas.
Los testimonios escritos más claros proceden de la época bizantina, cuando las comunidades cristianas de Capadocia encontraron en el subsuelo una protección eficaz frente a persecuciones primero y frente a incursiones árabes después. Fuentes de entre los siglos V y X mencionan estos refugios colectivos donde poblaciones enteras podían desaparecer durante semanas o meses, vivir bajo tierra, rezar, organizarse y regresar a la superficie cuando el peligro se disipaba. Derinkuyu encajaba a la perfección en ese patrón, pero lo desbordaba en escala y ambición: no era un escondite individual ni una solución provisional, sino una ciudad diseñada para la supervivencia colectiva, una urbe pensada para la ausencia.
En pueblos de la Capadocia como Göreme, Uçhisar, Ortahisar o Ürgüp es habitual encontrar casas cueva
La magnitud del proyecto obliga a descartar cualquier explicación simplista. Se estima que Derinkuyu podía albergar hasta veinte mil personas, junto con animales y provisiones suficientes para largos periodos de encierro. Nada de eso se excava en una sola generación ni como respuesta a una amenaza concreta. Es el resultado de una cultura habituada a concebir el subsuelo como una extensión natural del espacio habitable. Capadocia está perforada por cientos de estructuras subterráneas, algunas conectadas entre sí por kilómetros de túneles, y Derinkuyu no es una excepción aislada, sino un nodo de una red más amplia, unida incluso a Kaymaklı mediante un corredor de varios kilómetros que sugiere un mundo oculto del que apenas conocemos fragmentos.
Por eso el hallazgo de 1963 no fue tanto un descubrimiento como una revelación en profundidad. Los habitantes de la región sabían desde hacía siglos que bajo sus casas había espacios excavados, sótanos antiguos reutilizados como almacenes o refugios contra el calor. Lo que nadie imaginaba era la escala total del entramado ni su grado de conservación. La modernidad, con su obsesión por allanar y sellar, había clausurado accesos y borrado pasadizos, hasta que una reforma doméstica, trivial y casi negligente, devolvió a la luz una ciudad entera.
La reacción internacional no se hizo esperar. Arqueólogos, historiadores y viajeros llegaron a Derinkuyu atraídos por una mezcla de asombro técnico y desconcierto existencial. En 1969 se abrió parcialmente al público, aunque solo una fracción mínima es visitable hoy. El resto permanece cerrado, no tanto por riesgo de derrumbe como por la posibilidad real de perderse en un laberinto concebido para desorientar al extraño. Caminar por sus corredores provoca una sensación ambigua, una tensión constante entre la admiración por la inteligencia constructiva y una claustrofobia antigua, casi genética, la conciencia física de estar en un lugar pensado para desaparecer.
Derinkuyu obligó a revisar ideas cómodas sobre las sociedades antiguas. Frente al tópico de lo primitivo, mostró planificación a largo plazo, ingeniería sin escritura técnica, un conocimiento refinado de la geología y de la respiración de la tierra. También cuestionó la idea de la ciudad como espacio necesariamente visible. Aquí la urbe se ocultaba, se plegaba sobre sí misma, renunciaba a fachadas, plazas y estatuas para garantizar la continuidad de la vida. No hay monumentalidad exterior, solo funcionalidad, silencio y sombra.
Tal vez por eso su descubrimiento sigue siendo perturbador. Derinkuyu no encaja bien en el relato heroico de la historia, sino en otro más incómodo, donde la inteligencia humana se pone al servicio del miedo, de la espera y de la resistencia. Es una arquitectura del repliegue, de la amenaza permanente, de la vida organizada en condiciones extremas. No fue construida para ser admirada, sino para no ser encontrada. Que hoy la recorramos con barandillas y entradas numeradas tiene algo de traición involuntaria a su propósito original.
Sesenta años después de aquel golpe de martillo, Derinkuyu continúa planteando más preguntas que respuestas. Cuántos niveles quedan aún ocultos, cuántas ciudades semejantes permanecen selladas bajo la Capadocia, cuántas generaciones vivieron y murieron sin ver el cielo durante semanas. Solo hay una certeza: bajo algunos pueblos aparentemente tranquilos puede latir una ciudad entera, aguardando, paciente, a que alguien decida, por puro azar, tirar un muro. https://www.jotdown.es/2025/12/20-000-personas-bajo-tierra/